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domingo, 2 de enero de 2011

Variaciones 1, 2 y 3

1) Versión diario

Martes, 7-12-2010
Querido diario:

Hoy ha sido un día distinto a los demás. Yendo de camino al colegio he encontrado en un banco de la Plaza de los Tréboles un libro. Parecía que no tenía dueño, por lo que decidí cogerlo. Ya en clase, mientras don Matías nos impartía la clase de Arte, el libro se cayó al suelo. El profe lo cogió y se llevó una gran sorpresa al ver que sus hojas estaban en blanco. Además, la última se encontraba doblada, y había escritas en ella palabras sueltas sin ningún sentido. En ese momento todos mis compañeros se han puesto a preguntarse el por qué de ese misterioso libro. Aquí he intervenido yo y he pensado que, ya que estaba vacío, sería buena idea que cada uno escribiésemos una frase que continuara la anterior, para así formar una historia. La idea ha gustado a don Matías y al resto de mis compañeros, por lo que, durante el resto de la clase, hemos ido llenando el libro de palabras. Ya de camino a casa, al cruzar la primera esquina me he parado delante de un robusto árbol lleno de pajaritos en su copa, y se me ha ocurrido que podría dejar el libro a su lado. Espero que, como yo, otros niños recojan el libro y lo vayan llenando de historias.

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2) Versión cuento infantil

Érase una vez, un reino muy, muy lejano, dominado, al caer las noches, por unas siniestras sombras que tenían atemorizados a sus pacíficos habitantes. En una de esas noches, una de ellas atravesó un verde y pequeño paraje de la región portando un antiquísimo libro, encuadernado en piel de la mejor calidad, pero que el paso del tiempo había estropeado. La sombra, sigilosamente, lo depositó en una roca cercana a un árbol. En ese momento, un torbellino provocó que el libro se abriera y sus páginas pasaran con gran celeridad. Cuando cesó este viento, el libro se cerró, pero una de sus hojas quedó doblada.
A la mañana siguiente, la joven y rubia princesa Carolina, famosa en todo el reino por su belleza y gracia natural, cabalgaba en su radiante y blanco palafrén de camino a sus clases de Saberes Generales. Siempre pasaba por el verde paraje, y ese día no iba a ser una excepción. Al llegar a él, vio el libro que la sombra había dejado, y, con su alegría habitual, lo recogió. Ya en clase, mientras el maestro explicaba la lección, el libro, que estaba en la mesa de la princesa, cayó al suelo. El maestro, lleno de curiosidad, lo abrió, sorprendiéndose de que las hojas estuviesen en blanco, y de que la última estuviese doblada, con palabras escritas en una bella caligrafía, pero sin sentido aparente. “¡Oh! ¿Qué significa esto?”, dijo un alumno. “¡Las sombras quieren decirnos algo!”, aventuró otro. La bella Carolina, sagaz y perspicaz, sabía por su padre, el rey Segismundo, que las sombras llevaban mucho tiempo deseando comunicarse con la población, en busca de una pacífica reconciliación. Quizás ésta era una de sus formas para conseguirlo. Así pues, propuso que cada uno de los alumnos escribiesen frases en las blancas páginas del libro, que fuesen formando poco a poco un mensaje de paz dirigido a las sombras.
La clase terminó, y Carolina, de nuevo en su caballo, cabalgó hasta encontrar un árbol donde dejar este libro, ya a medio escribir. Con el paso de los días, otros habitantes recogieron el libro y continuaron el trabajo que Carolina había iniciado. Esto permitió que, las sombras, al volver a cogerlo, leyesen esos mensajes de paz, y dejasen, al fin, dormir tranquilos y sin temor a los habitantes de este reino lejano.

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3) Desde el punto de vista del libro

Mi dueño me abandonó en un banco del parque. La noche era fría, y el viento me abrió de par en par, moviendo mis hojas. Al cesar el viento, me cerré de golpe, y noté un agudo dolor en mi última página, que había quedado doblada. Pero, a pesar de mi sufrimiento, pude descansar aquella infama noche.
Con los primeros rayos del sol, sentí que unas manos infantiles me cogían de las tapas. Pude observar, desde la posición en la que me portaba, que era una niña llamada Carolina, pues eso ponía en su babi. Deduje que debía tener unos 6 o 7 años. Me llevó a su colegio. Me colocó en un extremo de su pupitre, desde el cual podía oír la lección de la maestra, que por lo que oír, se llamaba Azucena. Pero a los pocos minutos, me precipité hacia el suelo. Por suerte, la profe me cogió antes de que perdiese la conciencia. Ella se sorprendió al ver que mis hojas estaban en blanco, y que la última, doblada, aparecía con palabras sueltas sin conexión alguna entre ellas. Azucena preguntaba a Carolina que qué era yo. La niña dijo que me había encontrado en un banco, y que sería divertido escribir en mis inmaculadas hojas frases que formasen al final una historia. Dicho y hecho. Una oleada de lápices me cosquillearon por dentro.
Cinco horas después, Carolina me dejó en un árbol cercano a la escuela. Con el paso de las semanas, fue pasando a otras manos, que volvieron a cosquillearme, llenándome de palabras (y también de números, dibujos…). Hasta que un buen día, me donaron al Museo de curiosidades de la ciudad. Desde mi vitrina de cristal, veo pasar, semana tras semana, a cientos de curiosos. Aún mantengo la esperanza de que Carolina, la niña que comenzó a llenar mi vida de sentido, se acuerde de mí y me visite.

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